Los rutilantes destellos que el crepúsculo esparcía sobre las espigas lánguidas que se agarraban con fiereza a los terrones desérticos se confabulaban con el aire frío y crispado para esculpir una cara estupefacta, y paralizar unos ojos enrojecidos agazapados en aquel cuerpecillo regordete, de cabellos lacios y actitud estúpida, y que en el pueblo conocían como “Betín”.
Dos horas de testimonio mudo, una eternidad palpitante y sudorosa, un vaivén de las palas con las cuales aquellas dos mujeres –madre e hija- abrían una zanja, una herida para albergar al objeto compartido de su aviesa lujuria, un silo subterráneo que no albergaría tazole sin mazorcas de maíz, ni simientes que florecerían con las lluvias estivales, guardarían el secreto de la muerte, allí reposarían celos y secretos.
Hubo una reprimenda paternal por cada vereda transitada en búsqueda de “Betín”, por el escudriño de cada tapia vieja –escondites habituales del pequeño-, y sin embargo, esa búsqueda no era más que un prolegómeno de la intensa exploración de campos, arroyos y barbechos que el pueblo haría días más tarde, pues Remigio “el costal” había desaparecido.
A media noche, con el sigilo que un coyote busca el gallinero, con la vehemencia de un orante en búsqueda del absoluto el niño coge su linterna, y debajo de la colcha y de las mantas abre su pequeño diccionario y busca la palabra que resume lo que ha visto: “Homicidio”.
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