sábado, 31 de diciembre de 2016

ESCRIBIR CON EL ARADO, LEER CON LA LEÑA.

Nuestros ancestros escribían con el arado, la mayoría de nuestros antepasados no tuvieron un cuaderno para escribir.
En su libro “Pensar y no caer”, Ramón Andrés nos recuerda el paralelismo que la escritura y la lectura tienen con la tierra, específicamente con labrar la tierra. La consciencia de la conexión que hay entre el arado y la lectura, me conectó con mis abuelos y  sus contemporáneos, pues ellos, tenían un compromiso espiritual y estético con su tierra, escribían su historia con el arado y encontraban el sentido de su vida aprendiendo a surcar y modelar la agreste tierra.
Había una época previa a la siembra que se llamaba escardar, voltear la tierra, quitarle las malas yerbas, y aunque la fonética de “escardar” deja una sensación agreste, mi imaginario siente que, incluso escardando la tierra, también la acariciaban, la ponían a respirar, esos prolegómenos de la siembra tenían una mezcla de dureza y poesía.
Escribiendo en el surco, arando en el barbecho que era la metáfora de la vida, dejaban sus semillas, junto a ellas también dejaban anclados sus sueños, el sudor de su trabajo, era el agua bendita que transformaba el campo en altar. Algo de ellos caía junto con las semillas para perderse en la tierra, para humanizar al limo.
“Leer es cultivarse. Leer, legere, es recoger las ramas (lignum), la lectura es pues una recolección. Al preparar la tierra, hay que romperla, hacer un surco (lira), quien no hace bien el surco, el que se sale del surco de-lira. “El que no lee, es negligente (nec legens) porque leer es un compromiso”. (Ramón Andrés *Pensar y no caer*).
Tú, eres un hombre cultivado si trabajas la tierra... o si hace la colecta mediante la lectura (legere - lignum).
Fui sembrador con mi abuelo y fui lector con mi padre.
Un libro es como un campo con sus surcos, un espacio para cultivar, un lugar donde comprometerse.

Los campos están abandonados, inmensos tractores han despojado a las manos del hombre de la posibilidad de acariciar la tierra, hemos abdicado de escribir con el arado, estamos sin un timón que nos oriente en esta tierra. Quizás la lectura sea el primer paso para experimentar nuestra conexión con la madre tierra, quizás coger un arado nos devuelva el sentido de la vida.

jueves, 22 de diciembre de 2016

ZACATECAS



Raskolnikov besa de manera reverencial el pie de Sonia la joven prostituta, mientras le dice “Estoy besando al sufrimiento de este mundo”, leo este trozo de “Crimen y Castigo”, dejo caer la cabeza en el respaldo del estrecho asiento, del pequeño avión de la efímera vida… a través de la ventanilla una imagen intensa disipa la nebulosa de mis pensamientos, aparece un sol arrebolado que sangra, que hace fuego en medio de unas nubes pertinaces; es el ojo de una erupción volcánica derramándose con convicción y con nostalgia, mientras, detrás de la ventanilla, en el respaldo del estrecho asiento, del pequeño avión, esta efímera vida percibe la fragilidad: estoy en el aire atravesando un cielo cruel, en un pájaro casi perfecto, fruto del delirio de un bípedo que quería volar, y ahora busca una tierra colorada para aposentar sus garras, con la misma avidez que un pobre pepenador busca en los residuos de la cosecha.

“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”.

A veces en el invierno, la desértica ciudad de Zacatecas se humedece, un capricho que interpreto como una ternura climatológica, y cuando se pone así, las luces rutilantes se desmoronan con desparpajo sobre la piedra rosada, mientras el domingo se arrastra y agoniza por las calles, entonces pienso que el veneno de la soledad ataca los domingos por igual a cualquier ser humano de cualquier sitio, pues aunque el lamento del poeta López Velarde fue atendido, y las campanas de la catedral fueron escuchadas por el Papa, los domingos siguen siendo tristes, esta ciudad de piedra rosa se resiste a abandonar su melancolía.

Hay un cerro con un imponente crestón llamado “El cerro de la bufa” que es como un centinela que resguarda la ciudad: aparece y desaparece tras una veleidosa bruma que horada los recuerdos: hubo un tiempo que esta altísima ciudad del desierto, se despertaba cubierta de un vaho frío, que me hacía caminar cabizbajo contraído debajo de la chaqueta, presuroso y acompasado por las Tarkovskianas campanas de la catedral: había que llegar a la escuela.

Aquel domingo que estaba en Zacatecas y que escribí esto, tenía en mis manos un bellísimo álbum de fotos titulado “A los que se quedan”, una selección de fotos de la Película homónima de Juan Carlos Rulfo, una elegía a millones de familias que tienen “hijos” en el extranjero, un homenaje a los que conscientemente han asentido al destino enraizando sus pies y sus sueños a estas agrestes tierras. Hechizado por las fotos reaparecen los personajes de mi imaginario literario, danzan desnudos en el desierto zacatecano, y hacen el amor y comen encima de un petate. Beben mezcal del bueno, de ese que solo se consigue en “La pendencia”, son indiferentes al viento, imitando a los cactus, epidermis que son ofrendas sacrificiales para un sol omnipresente y abrigo infalible de los pobres.

Abandono la acrópolis, esa antológica cafetería donde jacobinos y legionarios de cristo se entienden perfectamente; lugar donde se reúnen artistas, periodistas, políticos que aspiran a más, políticos venidos a menos… todos diciéndome que ellos seguirán escuchando “La marcha de Zacatecas” mientras yo no me acabo de marchar de Zacatecas, he vuelto 70 veces desde que me fui “para siempre”.


“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”, y la confusión que habita mi obstinada cabeza que confunde la vida y la literatura, se agranda con los cantos navideños surrealistas, mientras miro que una humilde familia venera y canta a dos niños dioses recién nacidos, una figurita por cada hijo, dos vírgenes Marías, dos San José, y seis reyes magos, un belén lleno de errores teológicos y pleno de aciertos amorosos. Ese belén – nacimiento es la excusa para una suculenta cena seguida de una partida de naipes con tahúres que no rebasan los 12 años y que apuestan sus paga dominical de 3 pesos.

La noche pertenece a los fantasmas, a las leyendas, a los relatos que escuchamos de los ancestros, a los ojos invisibles de todos aquellos que han habitado, amado y sufrido esta tierra.

Cuando el sol sale, evapora todos los fantasmas, los rayos se aposentan diametralmente opuestos a los aguijones de los cactus; los susurros sobre los estatus civiles: los que han nacido, los que se han casado y los que han muerto; sustituyen a los murmullos de la noche, a los rezos tristes que se cuelgan a las túnicas confeccionadas por el viento para sus queridos muertos; las preocupaciones diurnas se imponen a los pesarosos cantos nocturnos que al amanecer se encaraman a los milenarios cerros; allí reposarán en forma de brisa, y mientras dure el sol, Zacatecas no será Comala, será simplemente Macondo.

Algunas veces he llegado a Zacatecas sin maleta, para comprobar que muchas veces al cuerpo le falta el alma, o al alma le falta el cuerpo.

Vengo a Zacatecas, un sitio al que –como dice Nélida Piñón- nunca hubiera ido si no fuera porque aquí he nacido, y a donde siempre vuelvo por un misterio de mi veleidoso corazón.

Vengo a Zacatecas porque algunas veces mi rompecabezas tiene las piezas tristes y rotas, y aquí encuentro el limo para comprender mis rituales, mis grandezas, mis abyecciones. Este desierto y estas piedras rosas dan sentido a la crónica de mi mundo rocambolesco y lúdico, a veces delirante y a veces sórdido. Vengo a Zacatecas porque aquí encuentran sentido mis neurosis, mi cultura y las clases a las que pertenezco, aquí reside mi melancolía que es el anverso de la ironía. Vengo a Zacatecas porque aquí conocí la alegría.

lunes, 19 de diciembre de 2016

JUBILADO



Cuando el médico me preguntó cómo me estaba sentando la jubilación dije que bien, pero fui plenamente consciente de que el ligero temblor de mi cabeza quería decir: “una puta mierda”, ciertamente el médico utilizaba un tono de voz que me daba la impresión que se estuviese dirigiendo a un personaje imaginario, a un estereotipo de jubilado que por fin tiene todo el tiempo del mundo para hacer todas las cosas que hasta ahora no podía: aquagym, recoger a los nietos de la escuela, cocinar para la familia, pasar el rato por las mañanas en el parque con los amigos... “me niego a eso, pensé, además no tengo nietos”, pero seguí sonriendo con una dulzura fingida, correspondiendo al personaje imaginario al cual se dirigía el médico y que exigen los códigos sociales. Eso si, desde niño el cuerpo me delata, me aparecían tics bizarros, cuando mi padre me obligaba a confirmar que él tenía la razón en aquello que me había reprendido; ya siendo adolescente, tuve un tic facial cuando supe que mi novia me había sido infiel, pero me convenció que solo había sido algo físico, que su corazón me pertenecía, no le creía pero tenía miedo de perderla, así que mi cara vino en mi auxilio enarbolando la protesta con un tic grotesco.
Finalmente estoy jubilado y he gastado la mayor parte de mi vida trabajando en algo que me importaba bien poco, y no tuve valor para salir de la rueda, así que el anhelo de dedicarme a lo que realmente me gusta quedó guardado en el cajón donde están acumuladas las nóminas.
No sé si pueda empezar de nuevo y reinventarme, tengo una amiga que encontró su vocación a los cincuenta, pero dudo que yo a mis sesenta y tantos, tenga la misma tenacidad que ella ha demostrado, pues no solo le ha puesto un título a su vocación, también ha superado un cáncer “así porque así” con dos cojones y pasando por encima de los dictámenes médicos.
Tengo sesenta y pocos y estoy jubilado, espero también estar al inicio de mi relato.
FOTO: CABEZA DE VIEJO - Piotr Litvinski

viernes, 16 de diciembre de 2016

INSOMNIO DÚRCAL, INSOMNIO JURADO

Dr. Quixot, no podía dormir.
Pasé una hora imponiéndome las manos sobre el pecho, me gustaba la imagen, porque estoy más bien acostumbrada a imponerme culpas y obligaciones, pero anoche por fin me imponía a mi misma la energía universal, pero no funcionó.
La lectura de “Mientras Agonizo” de Faulkner me puso aún más nerviosa, eso de meterse en el pensamiento de cada uno de los que van a ir a enterrar a una moribunda, me recordó el gran miedo que tengo a que me entierren viva, ¡vaya recomendaciones literarias me haces!. 

Probé de adormecerme con la televisión y lo único que conseguí fue llorar junto con el pueblo por la muerte de las dos Rocíos. Hacían una especie de remembranza sobre su vida y sus muertes, y como les lloraban las multitudes. Entonces recordé que mi vecina me había confesado que lloró más cuando se le murió su gata que cuando se murió su madre, y reflexioné en el hecho de que los funerales se han convertido en algo sobrio y elegante, llegué a ir a uno donde bebíamos cava y escuchábamos música de cámara, todos vestidos de blanco porque era el último deseo del difunto. Nada que ver con el mar de llantos y mezcal que se que hay en los pueblos de tu país. Los de mi clase sonreímos en los funerales con una timidez fingida, y nos conmovemos con la justeza de quien controla la vida, le dejamos al pueblo las lágrimas y los dramas. 
Pero te confieso que me emocioné recordando las muertes de las dos Rocíos, y hasta un trocito de una canción de la Dúrcal canté.
Tengo Insomnio Dr. Quixot, pero ya es otro día, yo seguiré con mi ritmo elegante por la vida, no habrá llantos ni risas desmedidas, y mientras tu secretaria me da hora, para que me digas: "El insomnio es la piedra con la que la noche tropieza", compraré para mis noches de vigilia una botella de tequila.

Agueda del Castell

SOL Y LUNA (Pintura del mexicano Rufino Tamayo)

sábado, 10 de diciembre de 2016

CINCO MINUTOS MÁS EN EL PARAÍSO



Aquella madrugada llovía y hacía frío en Barcelona, bajé apresuradamente la escalera para no pensar tanto en los muchos días que mi gata Sasha estaría sola en mi casa, si, se llama Sasha porque tiene glamour fonético, aunque siempre he pensado que tendría que haberla llamado “Amparo”, una palabra que no tiene glamour, pero tiene contundencia existencial. Mi veleidad emocional cambiaba con el descenso de los peldaños, en uno me sentía entusiasta porque estaba a unas horas de abrazar a mi amiga y conocer el Gran Cañón, en otro me sentía culpable por el abandono a la única peluda que me quiere y quiero. Por fin en la calle, los minutos en que esperaba al taxi fueron suficientes para ponerme ansioso pensando en si me dejaba algo, temeroso de que se cayera el avión, preocupado por si me ponía enfermo, agobiado de pensar en las colas y multitudes en los aeropuertos, sudaría como siempre, y subiría de manera exponencial mi demofobia, y es que para un hombre curioso y enterado como soy yo, no le conviene tener tantas fobias y tantas manías.
Me subí al taxi, un hombre que bien podría ser mi padre con un aire solemne y discretamente afectado me dio la “bienvenida a su taxi”, me dijo con una voz complaciente, la misma con la que los médicos me dicen –después de un ataque de ansiedad- que no estoy enfermo, que él tenía una especial perspicacia, si señores, utilizó la palabra perspicacia, para intuir las necesidades musicales de sus clientes y luego guardó silencio prácticamente todo el viaje: Empezó con “April in París” con Billie Holiday, mientras me acurrucaba en el cómodo asiento de aquel pulcro y cálido taxi, pensé en lo paradójico que resultaba mi momento, la atormentada Billie me estaba transmitiendo serenidad, ella, que fue violada a los 10 años, la que se despertó con el brazo rígido de su abuela muerta alrededor de su cuello, que incluso tuvieron que romper el brazo para liberarla, ella la de las muchas y difíciles anécdotas estaba allí cantándome, y yo agradecido de ser acariciado por su voz mientras el taxi se deslizaba por la calle Aragón. Siguieron “Nowhere near” de Yo la tengo, una banda con nombre de anécdota de béisbol, “Tango por una cabeza” en el violín de Nicola Benedetti, que me transportó inmediatamente a los campos de concentración pues en esa semana estaba leyendo “En el corazón de la zona gris” de Paz Moreno Feliu, y me habían impactado profundamente los aspectos sociológicos de los campos de concentración, especialmente “los ritos de paso”, a los prisioneros les hacían pasar un “rito de paso” hacia la nada, hacia la deshumanización total: porque, exceptuando a algunas personas jóvenes, ¿Qué cosa es un ser humano desnudo y desprovisto de relaciones humanas?, prácticamente nada.
La música continuó todo el viaje, me adormecí un poco, había dormido apenas dos horas. Sonó “Unforgettable” en voces de Natalie y Nat King Cole, “No surprises” aquí interrumpió su silencio el taxista para decirme que Radiohead está sobrevalorado pero que esa canción es de oro.
Me terminó de despertar el dramatismo de “Parlami d’amore Mariu” en la voz de Achille Togliani, intensidad italiana para recuperar el tono. Al llegar al aeropuerto le pedí que no parara el contador del taxímetro, que aparcara y me pusiera “Nightcall” de Kavinsky, esa canción que puede servir para amenizar algún ritual de paso que pudiera yo hacer en la vida y que me recuerda que mi amigo que tiene estómago para casi todo, no lo tiene para el cine y “Drive” le pareció una película pastelosa.
Cinco minutos extra en el paraíso.
Cinco minutos más por favor señor taxista, que una vez que me baje de su paraíso, me esperan colas, multitudes, un vuelo transatlántico marcado por la estrechez del asiento y el síndrome de la clase turista, una patología más para agregar a mi catálogo.