jueves, 22 de diciembre de 2016

ZACATECAS



Raskolnikov besa de manera reverencial el pie de Sonia la joven prostituta, mientras le dice “Estoy besando al sufrimiento de este mundo”, leo este trozo de “Crimen y Castigo”, dejo caer la cabeza en el respaldo del estrecho asiento, del pequeño avión de la efímera vida… a través de la ventanilla una imagen intensa disipa la nebulosa de mis pensamientos, aparece un sol arrebolado que sangra, que hace fuego en medio de unas nubes pertinaces; es el ojo de una erupción volcánica derramándose con convicción y con nostalgia, mientras, detrás de la ventanilla, en el respaldo del estrecho asiento, del pequeño avión, esta efímera vida percibe la fragilidad: estoy en el aire atravesando un cielo cruel, en un pájaro casi perfecto, fruto del delirio de un bípedo que quería volar, y ahora busca una tierra colorada para aposentar sus garras, con la misma avidez que un pobre pepenador busca en los residuos de la cosecha.

“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”.

A veces en el invierno, la desértica ciudad de Zacatecas se humedece, un capricho que interpreto como una ternura climatológica, y cuando se pone así, las luces rutilantes se desmoronan con desparpajo sobre la piedra rosada, mientras el domingo se arrastra y agoniza por las calles, entonces pienso que el veneno de la soledad ataca los domingos por igual a cualquier ser humano de cualquier sitio, pues aunque el lamento del poeta López Velarde fue atendido, y las campanas de la catedral fueron escuchadas por el Papa, los domingos siguen siendo tristes, esta ciudad de piedra rosa se resiste a abandonar su melancolía.

Hay un cerro con un imponente crestón llamado “El cerro de la bufa” que es como un centinela que resguarda la ciudad: aparece y desaparece tras una veleidosa bruma que horada los recuerdos: hubo un tiempo que esta altísima ciudad del desierto, se despertaba cubierta de un vaho frío, que me hacía caminar cabizbajo contraído debajo de la chaqueta, presuroso y acompasado por las Tarkovskianas campanas de la catedral: había que llegar a la escuela.

Aquel domingo que estaba en Zacatecas y que escribí esto, tenía en mis manos un bellísimo álbum de fotos titulado “A los que se quedan”, una selección de fotos de la Película homónima de Juan Carlos Rulfo, una elegía a millones de familias que tienen “hijos” en el extranjero, un homenaje a los que conscientemente han asentido al destino enraizando sus pies y sus sueños a estas agrestes tierras. Hechizado por las fotos reaparecen los personajes de mi imaginario literario, danzan desnudos en el desierto zacatecano, y hacen el amor y comen encima de un petate. Beben mezcal del bueno, de ese que solo se consigue en “La pendencia”, son indiferentes al viento, imitando a los cactus, epidermis que son ofrendas sacrificiales para un sol omnipresente y abrigo infalible de los pobres.

Abandono la acrópolis, esa antológica cafetería donde jacobinos y legionarios de cristo se entienden perfectamente; lugar donde se reúnen artistas, periodistas, políticos que aspiran a más, políticos venidos a menos… todos diciéndome que ellos seguirán escuchando “La marcha de Zacatecas” mientras yo no me acabo de marchar de Zacatecas, he vuelto 70 veces desde que me fui “para siempre”.


“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”, y la confusión que habita mi obstinada cabeza que confunde la vida y la literatura, se agranda con los cantos navideños surrealistas, mientras miro que una humilde familia venera y canta a dos niños dioses recién nacidos, una figurita por cada hijo, dos vírgenes Marías, dos San José, y seis reyes magos, un belén lleno de errores teológicos y pleno de aciertos amorosos. Ese belén – nacimiento es la excusa para una suculenta cena seguida de una partida de naipes con tahúres que no rebasan los 12 años y que apuestan sus paga dominical de 3 pesos.

La noche pertenece a los fantasmas, a las leyendas, a los relatos que escuchamos de los ancestros, a los ojos invisibles de todos aquellos que han habitado, amado y sufrido esta tierra.

Cuando el sol sale, evapora todos los fantasmas, los rayos se aposentan diametralmente opuestos a los aguijones de los cactus; los susurros sobre los estatus civiles: los que han nacido, los que se han casado y los que han muerto; sustituyen a los murmullos de la noche, a los rezos tristes que se cuelgan a las túnicas confeccionadas por el viento para sus queridos muertos; las preocupaciones diurnas se imponen a los pesarosos cantos nocturnos que al amanecer se encaraman a los milenarios cerros; allí reposarán en forma de brisa, y mientras dure el sol, Zacatecas no será Comala, será simplemente Macondo.

Algunas veces he llegado a Zacatecas sin maleta, para comprobar que muchas veces al cuerpo le falta el alma, o al alma le falta el cuerpo.

Vengo a Zacatecas, un sitio al que –como dice Nélida Piñón- nunca hubiera ido si no fuera porque aquí he nacido, y a donde siempre vuelvo por un misterio de mi veleidoso corazón.

Vengo a Zacatecas porque algunas veces mi rompecabezas tiene las piezas tristes y rotas, y aquí encuentro el limo para comprender mis rituales, mis grandezas, mis abyecciones. Este desierto y estas piedras rosas dan sentido a la crónica de mi mundo rocambolesco y lúdico, a veces delirante y a veces sórdido. Vengo a Zacatecas porque aquí encuentran sentido mis neurosis, mi cultura y las clases a las que pertenezco, aquí reside mi melancolía que es el anverso de la ironía. Vengo a Zacatecas porque aquí conocí la alegría.

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