Desde aquel día, la imagen de mis padres tan unidos,
-a ratos incluso simbióticos- ya no me abandonó, y buscaba metáforas
lingüísticas o visuales para plasmar ese sentimiento de una pareja que ha
compartido prácticamente toda su vida y encontré lo que buscaba en la película
“Cerezos en flor”.
Una película de encuentro entre lo occidental y lo oriental,
como metáfora de dos personas diferentes que han construido un mismo
proyecto.
Trudi es la única que sabe que su marido Rudi tiene un cáncer
terminal y lo convence para visitar a unos ocupados hijos, sin embargo la que
muere es Trudi, lo que da pie a mirar la transformación de un personaje
cuadriculado, soso y un tanto indiferente como Rudi, en un ser con una
sensibilidad que raya en lo ridículo pero sin caer en el
absurdo.
la realizadora alemana Doris Dörrie se embarca en un viaje de
redención hacia el amor, hacia la melancolía y el luto por el ser perdido pero,
sobre todo, hacia la fragilidad y la transitoriedad del ser
humano.
Es una película que tiene el encanto de rascar lo “oriental”
en el corazón occidental, y de poner delante de los ojos del espectador la parte
“occidental” de un Tokio moderno y
salvaje.
La redención de la película –no es una película perfecta- y
podríamos decir del ser humano en general con esas contradicciones que
encontramos como individuos y como pueblos, se da a la orilla del lago
Kawaguchi, con el monte Fuji de fondo y los cerezos en flor aplaudiendo a la
belleza, al alma humana y sobre todo a la unión de dos personas que permanecen
unidas incluso después de la
muerte.
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