Hace unos meses que un hombre peruano se encarga de limpiar el gimnasio a donde yo voy, nos saludamos con amabilidad y por alguna razón que desconozco siempre me llama “profe”. Él no lo sabe, pero ¡Me gusta mucho que me diga profe!
Mi padre fue profesor rural y desde siempre le han llamado “el profe”, y era más que un profesor rural, era un promotor de la comunidad, que consiguió organizar a aquellos entusiastas campesinos para que construyeran una escuela, electrificaran la comunidad, aprendieran a alimentarse bien, tuvieran una humilde pero completa biblioteca, consiguió que por las tardes –una vez aparcado el arado- se divirtieran haciendo deporte, leyendo, organizando actividades comunitarias para las mujeres... no lo hizo solo, lo acompañaban otros profesores y profesoras que vivían su trabajo con un matiz indeclinablemente vocacional, un ejemplo de grupo humano que se superó sin mediación de ideologías o propagandas políticas; fue una desnuda solidaridad que buscó un recóndito sitio para aposentarse.
Ese profesor rural, fue un niño de siete años que junto con su hermano –apenas dos años mayor- buscaron en la ciudad atisbos de dignidad para su espartana idiosincrasia, se acrisolaron con una perseverancia que superó toda prueba, tanto así que a mi padre llegó a decirle un prominente político –que luego por azares del destino era mi paciente- “usted es tan tenaz, que es capaz de matar un burro a pellizcos”.
Ese hombre me puso a leer a los seis años “Platero y Yo” de Juan Ramón Jiménez, y anduvimos juntos polvorientos caminos aliñados con mis ráfagas de preguntas y mi curiosidad insaciable.
Es evidente que como toda relación ha tenido también sus dificultades, todas ellas superadas y con un balance que lo puedo resumir así: Somos padre e hijo que se quieren de manera libre, digna y divertida.
Muchas cosas me gustan de él: su alegría innata, su optimismo, su perseverancia y sobre todo su bondad. Ese hombre nunca escatimó sus exiguos recursos para ayudar a la educación de sus hermanos menores, para priorizar el bienestar de sus hijos antes que el suyo.
Foto: La escuela que construyó mi padre
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