Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto:
soy un fue, y un será y un es cansado”
Quevedo
Dice Marguerite Yourcenar que “el tiempo es el gran escultor”, efectivamente el tiempo es el que le da el correcto peso a las cosas, el que pone los asuntos de la historia en su dimensión justificada, el que ayuda al hombre prudente para que no sucumba a la prisa, al impulso, para que delante de las dificultades pueda entrenarse en la paciencia.
Sin duda los físicos nos podrán explicar que en el fondo el tiempo no existe, no es más que una coordenada más que el entendimiento utiliza para interpretar la realidad que percibe, es el eje de la historia universal, San Agustín de Hipona, consciente de tal problema se adelanta y nos habla del tiempo como “una distensión del alma”, es decir una manera más de percibir en el ser humano.
Estas cosas reflexionaba yo mientras asistía a la epifanía otoñal: miraba como las hojas ocres, marrones, vino, rojas, caían de los árboles y tapizaban el suelo, y a pesar de que aún se podía ver alguna extraviada y estival mariposa, la contundencia de las hojas cayendo, y el viento suave y frío sobre la cara constataban el inexorable paso del tiempo.
Y entonces me alegré de esa temporalidad, porque gracias a esa sucesión de hechos estaba yo aquí en Pamplona, haciendo una de las cosas que más me gusta: entender lo que le pasa al corazón humano (vamos ejercer de médico).
El encuentro y las conversaciones con los amigos delante de unos exquisitos pinchos y unos buenos vinos, hicieron que borráramos cualquier elucubración respecto del tiempo.
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