Empecé mi jornada de la mano de un sabio Barcelonés que nos explicaba los productos de una ciudad y su consonancia analógica en la vida de los seres humanos, era evidente que el epitome de todos ellos era el dióxido de carbono, aunque había más, entre otros: insectos, ratas, palomas, basura, ruido, electricidad, deshechos humanos, lantánidos utilizados para que funcionen los teléfonos móviles, las pantallas del ordenador, etc.
Nos explicaba aspectos peculiares que el ser humano tiene respecto de las ciudades, por ejemplo que más del 50 por ciento de los seres humanos vivimos en las ciudades, que es paradójico el hecho de que los urbanos somos al mismo tiempo activos imparables con un halo de cansancio crónico; que lo que nos llega a enfermar es el asunto de hacer cosas por hacer, sin estar presentes para lo que de verdad amamos.
Entonces salí decidido a comprobarlo y dejé la moto aparcada, con el objetivo de encontrarme cara a cara con la realidad urbana, y percibir esa soledad en medio de tanta gente; esa rutilante vida social versus la indiferencia hacia los peatones (y viceversa claro está), percibir el comportamiento en los cruces de las avenidas analógico al movimiento que hacen hormigas, ratas y palomas. Pero también tengo que decir que en la ciudad que vivo es difícil ver a esos tres millones de personas que en Tokio (en el cruce llamado Shibuya) se encuentran cada día.
En Barcelona por el contrario encontré una ciudad luminosa, donde a ratos me parecía que el reflejo de la luz sobre los otoñales árboles hacían un juego prístino y pueril, y yo me regocijaba siendo testigo.
Después comprobé que efectivamente las ciudades (y quizás esta en particular) te dan la oportunidad de vivir cosas de manera muy intensa, y no quiero hacer un relato minucioso de ellas, porque al hacerlo revelaría mucho de mi intimidad, y aún pienso que el hombre que ha perdido su intimidad lo ha perdido todo, pero era consciente que en mi pequeña ciudad difícilmente hubiera vivido las situaciones intensas que Barcelona me ha dado en un solo día.
Me subí a la bici porque necesitaba ver el mar, no me pregunten ustedes desde cuando el mar es una especie de respiración para mis huesos, lo cierto es que la percepción del aire marino sobre mi rostro, me dio una sensación de reconciliación, yo dije que era con la ciudad, aunque la verdad no estoy reñido con ella, quería pensar que conmigo mismo, pero tampoco, porque en general me siento a gusto en mi piel, entonces pensé que la nitidez lingüística diciendo “reconciliación” no era del todo correcta, quizás tenía que haber dicho “asentimiento”, pero me daba lo mismo, yo estaba en armonía, un punto de equilibrio entre la acción y la reflexión, entre la adrenalina que se libera con un ejercicio físico y las endorfinas que nos regalan unos minutos de meditación.
Entonces me acordé que una señora me preguntó que porque su hijo se rascaba tanto, evidentemente quería una respuesta superior a la que le había dado el dermatólogo: Sarna (es decir sarcoptes scabei), entonces a mi se me ocurrió que el niño se rascaba para comprobar su existencia, y la madre asintió, no tengo espacio para explicar que mi disquisición intelectual estaba acertada, aún cuando la había hecho sin previa reflexión, pero créanme, el niño necesitaba comprobar su individualidad, como todos lo necesitamos de vez en cuando.
Me he distraído del asunto que me traía hasta aquí, que era, reflexionar sobre la “energía” que tiene una ciudad, y déjenme explicarles a ustedes que en algún momento de mi paseo ciclista –nocturno-, una sacudida del alma me dejó un tanto perplejo y triste al unísono, entonces apagué la música y me puse a mirar el mar, y me dio una ligera pena al pensar que mi abuelo DON PANCHO de 98 años recién cumplidos nunca conoció el mar, y parece ser que nunca lo conocerá pues ha entrado en el declive total de su vida, él que hasta hace unos pocos meses aún era capaz de subirse a su burro para ir al campo que le daba vida, él al que una vez le dije –siendo su sembrador- que yo no nací para el campo, ese par de viejecitos que incrementan mis ganas de ir cada tres meses a México solo para comprobar el milagro de sus arrugas y los latidos de su corazón que llevan un maratón de más de 90 años, y me dio mucha pena pensar que probablemente no tendré el privilegio de asistir a su entierro, yo que he sido su médico en los últimos quince años.....
Pero vino el sabio Jaime Sabines, que en circunstancias similares le dijo a su tía Chofi: “Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor.” A mi desde que me dijeron que mi abuelo está en los últimos días de su vida, me ha dado por estar triste y al mismo tiempo estar intenso, y he podido sentir en mi corazón que naciendo campesino, tengo un corazón urbano, y seguramente mis antepasados lo aprueban.
He empezado el día reflexionando en la vida urbana, mientras una vida totalmente rural se apaga como se apaga una vela que ha irradiado energía y alegría.
Nos explicaba aspectos peculiares que el ser humano tiene respecto de las ciudades, por ejemplo que más del 50 por ciento de los seres humanos vivimos en las ciudades, que es paradójico el hecho de que los urbanos somos al mismo tiempo activos imparables con un halo de cansancio crónico; que lo que nos llega a enfermar es el asunto de hacer cosas por hacer, sin estar presentes para lo que de verdad amamos.
Entonces salí decidido a comprobarlo y dejé la moto aparcada, con el objetivo de encontrarme cara a cara con la realidad urbana, y percibir esa soledad en medio de tanta gente; esa rutilante vida social versus la indiferencia hacia los peatones (y viceversa claro está), percibir el comportamiento en los cruces de las avenidas analógico al movimiento que hacen hormigas, ratas y palomas. Pero también tengo que decir que en la ciudad que vivo es difícil ver a esos tres millones de personas que en Tokio (en el cruce llamado Shibuya) se encuentran cada día.
En Barcelona por el contrario encontré una ciudad luminosa, donde a ratos me parecía que el reflejo de la luz sobre los otoñales árboles hacían un juego prístino y pueril, y yo me regocijaba siendo testigo.
Después comprobé que efectivamente las ciudades (y quizás esta en particular) te dan la oportunidad de vivir cosas de manera muy intensa, y no quiero hacer un relato minucioso de ellas, porque al hacerlo revelaría mucho de mi intimidad, y aún pienso que el hombre que ha perdido su intimidad lo ha perdido todo, pero era consciente que en mi pequeña ciudad difícilmente hubiera vivido las situaciones intensas que Barcelona me ha dado en un solo día.
Me subí a la bici porque necesitaba ver el mar, no me pregunten ustedes desde cuando el mar es una especie de respiración para mis huesos, lo cierto es que la percepción del aire marino sobre mi rostro, me dio una sensación de reconciliación, yo dije que era con la ciudad, aunque la verdad no estoy reñido con ella, quería pensar que conmigo mismo, pero tampoco, porque en general me siento a gusto en mi piel, entonces pensé que la nitidez lingüística diciendo “reconciliación” no era del todo correcta, quizás tenía que haber dicho “asentimiento”, pero me daba lo mismo, yo estaba en armonía, un punto de equilibrio entre la acción y la reflexión, entre la adrenalina que se libera con un ejercicio físico y las endorfinas que nos regalan unos minutos de meditación.
Entonces me acordé que una señora me preguntó que porque su hijo se rascaba tanto, evidentemente quería una respuesta superior a la que le había dado el dermatólogo: Sarna (es decir sarcoptes scabei), entonces a mi se me ocurrió que el niño se rascaba para comprobar su existencia, y la madre asintió, no tengo espacio para explicar que mi disquisición intelectual estaba acertada, aún cuando la había hecho sin previa reflexión, pero créanme, el niño necesitaba comprobar su individualidad, como todos lo necesitamos de vez en cuando.
Me he distraído del asunto que me traía hasta aquí, que era, reflexionar sobre la “energía” que tiene una ciudad, y déjenme explicarles a ustedes que en algún momento de mi paseo ciclista –nocturno-, una sacudida del alma me dejó un tanto perplejo y triste al unísono, entonces apagué la música y me puse a mirar el mar, y me dio una ligera pena al pensar que mi abuelo DON PANCHO de 98 años recién cumplidos nunca conoció el mar, y parece ser que nunca lo conocerá pues ha entrado en el declive total de su vida, él que hasta hace unos pocos meses aún era capaz de subirse a su burro para ir al campo que le daba vida, él al que una vez le dije –siendo su sembrador- que yo no nací para el campo, ese par de viejecitos que incrementan mis ganas de ir cada tres meses a México solo para comprobar el milagro de sus arrugas y los latidos de su corazón que llevan un maratón de más de 90 años, y me dio mucha pena pensar que probablemente no tendré el privilegio de asistir a su entierro, yo que he sido su médico en los últimos quince años.....
Pero vino el sabio Jaime Sabines, que en circunstancias similares le dijo a su tía Chofi: “Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor.” A mi desde que me dijeron que mi abuelo está en los últimos días de su vida, me ha dado por estar triste y al mismo tiempo estar intenso, y he podido sentir en mi corazón que naciendo campesino, tengo un corazón urbano, y seguramente mis antepasados lo aprueban.
He empezado el día reflexionando en la vida urbana, mientras una vida totalmente rural se apaga como se apaga una vela que ha irradiado energía y alegría.
FOTO: Plaza de Cataluña, sito en el cual muchas veces he pensado en mi vida urbana y la entrañable vida rural de mi abuelo.
1 comentario:
Sorpresa agradable leer tu blog. Mi abuelo y la ciudad me ha emocionado. Es aire limpio en la ciudad.......gracias. Maite
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