Recibí un correo de ella, una septuagenaria cinéfila, para recomendarme una película, como preámbulo, me recordaba el hecho de que me había leído alguna vez que mi madre iba al cine a dormir, y me afirmaba que ella iba al cine para hacerse responsable de su soledad, y algunas veces a llorar.
“Cuando tengo ganas de llorar, solo hace falta que apaguen las luces y un discreto manantial salado serpentea por las arrugas de mi rostro”.
“Me reñirás y me dirás que cuando se está triste, o simplemente se experimenta la desolación habría que llamar a un amigo, y simplemente dejarse caer un poco, pero a mis años, he comprobado que cuando la tristeza viene del alma es incluso irresponsable pedir a los que te rodean, que te den lo que nadie te puede dar, en esas situaciones prefiero el silencio, la dignidad, la paciencia... y algunas veces las lágrimas, ¿qué mejor lugar para exonerar tristezas que la oscuridad de una sala de cine?”
Me explicaba que fue a ver “La Belle Personne”, y que se identificó con la protagonista, aunque esta tuviera solo dieciséis años, porque interpretaba bien la dignidad del sufrimiento silencioso, sin dramas y sin afectaciones.
Ayer yo fui a verla, tenía reticencias de ver la adaptación de “La Princesa de Cleves” de Madame La Fayette, pero el director Christophe Honore, consigue que un grupo de jovencitos logren una reflexión sobre las relaciones de pareja, la fidelidad, la tragedia que el amor esconde, etc, y todo ello en un ambiente retro, que va desde la indumentaria de los personajes, la música, etc.
Fui solo al ver la película, quería ir a experimentar expresamente la soledad de la que mi interlocutora hablaba, “esa soledad donde no hay sorpresas, y en mi caso, y a mis años, la única sorpresa que puedo dar al mundo es la de mi muerte”, pero me olvidé, estaba absorto con la película.
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