El cartero baja la ladera
semidesértica en un noviembre demasiado airoso, el viento se cuela entre los
huizaches provocando silbidos que en la noche espantan, el cartero aprovecha
estos martes cuando regresa del pueblo para pensar mientras acaricia su tesoro:
la valija del correo cargada de noticias, declaraciones de amor y algunos
venerables dólares...
El cartero medita los
acontecimientos de los días mientras sus pensamientos se zarandean al mismo
ritmo con que su mula avanza por el terregoso camino, piensa en esas palabras
afectuosas que le han prodigado -apenas hace una semana- con motivo del día del
cartero, muchos le han dicho “usted es mi amigo”, él, desconfiado como es sabe
con certeza que incluso la amistad puede ser efímera, por eso se ha cuidado de
no revelar lo que hay en el tuétano de sus huesos, más de una vez se ha
arrepentido de haber creído en la lealtad de la gente, por eso prefiere dejarlos
que sigan pensando que él es “amigo”, es un viejo casi analfabeto, pero sabio,
no ha escuchado el concepto “relativismo moral” pero su mente discierne muy bien
en lo fácil que es acomodar el bien y el mal a la moral propia, lo cómodo que
resulta encontrar una moral “correcta” y aferrarse a ella para conservar la
inocencia.
Saca un cigarrillo del bolsillo
de su vieja chaqueta, se acomoda el sombrero, se ajusta el gabán, los cuervos se
agitan en las ramas de los pirules, mientras en la lejanía un coyote lanza un
aullido que más que amenazante resulta desgarrador, parece que se hiciera eco de
la tierra que brama por las desgracias de las que ha sido
testigo.
Bocanadas de humo se abren paso
en la negra noche, un vapor exhalado que parece alborotar a las luciérnagas,
contiene un poco la respiración y escucha con atención el canto de los últimos
grillos.
Es el año 1975 y es un otoño
protagonizado por el viento frío.
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