lunes, 1 de mayo de 2017

DERROTADOS EN EL METRO DE CHICAGO



Subo en Belmont en la línea roja del metro de Chicago. La mujer que está sentada enfrente pesa unos 200 kilos, la gravedad se ensaña con sus excedencias, su eje está derrotado sobre el asiento, sus carnes se bambolean al ritmo del vagón. Su derrota es como la mía, sólo que mucho más voluminosa. De vez en cuando sonreía al mirar su teléfono móvil, imagino que alguien le dice “gorda” mientras ella sonríe y piensa: “Como me sigas diciendo gorda, te comeré”. 0,2 toneladas.
Hay un hombre estirado en un asiento triple al fondo del vagón, está ajeno a todas las derrotas del mundo, está entregado a su única victoria: saltarse la ley que prohíbe dormir en los vagones.
Un hombre baila con una mezcla de imbecilidad y derrota, bebe su cerveza envuelta en la bolsa de papel, por momentos parece que impone su ritmo al movimiento trepidante del vagón, la mayor parte de las veces su ataraxia le vence.
Un grupo de jóvenes entran con sus pantalones derrotados a mitad de sus calzoncillos, entran con su victoria pírrica: una música estridente, la única imposición que pueden infringir a una sociedad que les vio nacer excluidos desde el nacimiento.
Es un tren metálico y fuerte, como el mensaje que este país tiene para el mundo: tenemos acero, fuerza, velocidad y control. Sólo si entras dentro de la fortaleza conocerás a los derrotados que contiene.
Unos cuantos viejos y viejas decadentes ocupan el espacio reservado para ellos, en sus caras no ha quedado espacio para la indignación, para la resignación, para la tristeza, para nada, su facies es el nihilismo. El resentimiento, la melancolía, la decepción siempre tienen un hueco para que algo ocurra, el nihilismo es la prisión de un alma que hace mucho que ya no habita en esos cuerpos que se arrastran.
Justo al pasar por la estación Garfield suben un grupo de chicas morenas, disfrazadas, seguramente para celebrar una despedida de soltera, la extravagancia de tales festejos tiene la misma estética y la misma indumentaria en cualquier parte del mundo. Mientras las observo, pienso que siempre me han parecido tristes las fiestas temáticas, lo mismo sea una despedida de solteros, que una fiesta vestidos todos de blanco, de hawaianos, de guerra de las galaxias o de “el padrino”; son un esfuerzo inútil intentando arrebatarle una experiencia a la sordidez de la vida.
Un hombre empezó a convulsionar. Dicen los poetas de los síntomas que una convulsión permite al cerebro conseguir (metafóricamente) todos los movimientos contenidos, que los movimientos repetitivos tónico clónicos llevan a la persona (metafóricamente) a los sitios que no ha podido ir, no todos geográficos, algunos simbólicos. Mientras le veo convulsionar recuerdo que desde niño me impactaba ver convulsionar a mi prima, cuando veo convulsionar a alguien es como si de pronto viera cientos de muertos bailando en un solo cuerpo, un cuerpo derrotado y en movimiento.
Para el tren en la parada “69” en espera de la ambulancia, la mayoría bajamos, a mi lado baja una chica con un ramo de flores, ha transcurrido todo el trayecto junto a mí, desde la estación Belmont, discreta, vestida con los uniformes que todos nos ponemos: HyM, Zara, etc. Para ser más concretos ella lleva una sudadera de NorthFace, unas zapatillas converse y un paraguas de IKEA, tiene una mirada serena, parece que, a pesar de su juventud, basa su solidez en lo que hay dentro y no en lo que hay fuera. Las personas que tienen motivos externos para sentirse sólidos, por ejemplo, dinero, juventud, belleza, éxito social, etc. Son muy afortunados; sin embargo, hay unos sabios sueltos por el mundo que están sólidos porque están a gusto en su piel, pareciera que gestionan bien la soledad (patrimonio de todos), y sobre todo, porque saben estar en consonancia con el silencio interno.
El gozo del silencio interno es la antítesis de la derrota.

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