martes, 24 de enero de 2017

PELUQUERÍA

Tengo setenta años, no tengo trabajo y tampoco ilusiones, solo me gusta mi peluquera.
La media hora que dura la liturgia es más efectiva y barata que una cita con el psiquiatra. “¿Está bien el agua?”, pregunta ella en el inicio del ritual, yo contesto que si, un “si” arrastrado por una leve exhalación, y en ese momento en mi imaginación le digo del todo que SI, que la acepto de compañera y que le seré fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad... Aurora no solo tiene dedos angelicales, tiene además la prudencia de no echarme agua en los orificios de las orejas.
Me gusta ir a la peluquería y experimentar esas manos que acarician mis agrestes cabellos, cada tres tijeretazos tienen como recompensa una caricia y una miradas convergentes en el espejo. “¿Te gusta?”, dice ella, y yo asiento con la cabeza, mientras mis párpados caen ligeramente con el gesto de los que han tenido bastantes sufrimientos en este mundo, asiento con la cabeza pero quiero decir: “Me encanta”.
Antes de entrar a la peluquería tengo mi propio ritual, no me gusta hacer cita, me pasa lo mismo que cuando me invitan a comer, me pone muy nervioso que me inviten y estén cocinando mientras yo espero, soy como un niño, quiero pasar de la puerta a la mesa, lo mismo con la peluquería, nada de citas, nada de esperar, así que voy dando vueltas alrededor del local hasta que compruebo que Aurora se encuentre libre, Aurora, la de los dedos maravillosos, la Ochavona que no sabe en que grado es Ibérica... tengo tiempo, mucho tiempo libre, hace años que no trabajo. 
Me gusta el tono de su voz, nada estridente, una voz dulce que antes de colarse en mis oídos hace respirar a los huesos de mi cara, sus palabras nunca han sido frívolas, no cae en los estereotipos comunes, me puede hablar de su hija que estudia medicina o bien quedarse en silencio. Aurora es de las que aguantan el silencio sin nerviosismos.
Seguramente porque me ve viejo, conmigo deja de ser la psicóloga del barrio y abre su intimidad de tanto en tanto, “Yo soy de palabras”, me dijo un día, con la actitud de quien dice algo desde un atril, “Y tu más de gestos”, como una jueza buena que dicta una sentencia. Lo cierto es que ambos somos de silencio. Es el silencio lo que más ha imperado en nuestra relación.
Mientras me pregunta si utiliza la máquina del cuatro o la del cinco, extiende los antebrazos con los brazos pegados a los costados, al mismo tiempo mueve discretamente la cabeza a la derecha para la pregunta del cuatro, a la izquierda para la pregunta del cinco... el leve movimiento de su bella cabellera revela su energía sexual.
Mientras me muestra el resultado con el espejo puesto en mi nuca, nuestras miradas vuelven a converger, experimento una ligera congoja, nuestro encuentro está a punto de terminar. “¿Qué te parece?”, dice ella; “Eres la mejor”, digo yo. Una sonrisa tímida acompañada de un encogimiento de hombros se posesionan de esta mágica mujer. Mis cabellos volverán a crecer, tanto como mi amargura, pero estará Aurora, para decirme: “Mira que bien has quedado”.

No hay comentarios: