Al inicio de su relato hubo una crisis profunda, una desazón que lo inundaba todo, una tristeza que se había apoderado de él y de su sombra, como se apodera la noche de una indefensa cara de la tierra.
Sesenta años y pocas ilusiones, al borde del colapso. Pero una noche escribió. Escribió sobre lo que veía cada día, lo mismo una chica motorizada sonriendo bajo un casco color rosa, haciéndole guiños a otro motorista, que una mujer burguesa haciendo tratos con narcos, todo lo apuntaba en su libreta, las cosas nimias, las cosas peculiares, las cosas cotidianas. Tomaba nota de un letrero que avisaba que en aquella tienda si tenían ropa para mujeres redondas -pues le pareció una especie de insulto encubierto, una benevolencia envenenada, una realidad contrastada con la moda cotidiana-, tomó nota también de la calle “Enric Granados” donde por las tardes los homosexuales con perro salen a buscar al dueño, anotó sus vivencias de un fin de semana donde pudo ser testigo de la epifanía de la primavera.
Pero también apuntó su historia, empezando por narrar que él era un hombre que se enamoró de una mujer durante una mañana y por la tarde ya le llamaban porque aquella mujer se había desmayado y pedía que estuviese a su lado, se llevó a su vida una mujer y una gran carga.
Aprendió a dejar que los personajes emergieran por sí mismos, solo tenía que vestirlos con los apuntes de su sempiterno acompañante: el cuadernito y sus notas. Y cada noche escribir se convirtió en uno de sus placeres.
Así fue el inicio de su relato y un día presentó su libro.
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