Su cabellos castaños y lacios brillaban de una manera peculiar cuando los rayos solares se decantaban por su cabeza y no por las hojas del ficus que tenía detrás, el brillo ejercía de aureola, de coronación de un personaje que se sentaba a la manera que lo hacen los felices de este mundo, yo en cambio sonreía fingidamente como acostumbramos a hacer los amargados de este mundo. Con los años me he acostumbrado a ser testigo de su vida tan “guay”, seguramente hay más adjetivos que utilizar y se que tendría que ser benevolente, somos veinteañeros a los que no se nos puede exigir un léxico abundante.
Pongo cara circunstancial cuando en un atisbo dramático me habla de los pequeños problemas que tiene, eso sí, su mundo “bonito” no puede ser derribado por esas pequeñas “pruebas” que la vida le va poniendo, es entonces cuando me reservo de explicarle lo que me angustia últimamente, pues temo que salga de su boca el “nunca está más oscuro que cuando va a amanecer”, o cualquier chorrada de esas.
Seguramente acudo a esas citas porque soy el chico correcto, el buen amigo de las gafas de pasta y cabellos alborotados.
Últimamente habla en plural, y si le dices, ¿qué tal estuvo el concierto?, te contestará “nos ha gustado mucho”, “Ah, ¿así que estabas por la plaza de Cataluña?, pues habernos llamado, hombre!”.
Me queda la duda de cuanto durará ese plural, y cuanto es el límite numérico del mismo.
FOTO: Hace un año de la nevada en Barcelona, algo que también fue muy “guay”
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