viernes, 10 de septiembre de 2010

ZACATECAS


Los personajes de mi imaginario literario danzan desnudos en el semidesierto mexicano, y lo mismo hacen el amor, que despliegan una mesa desmontable para beber vino tinto mientras el discreto viento choca contra los cactus, y su epidermis danzan con los rayos del sol... un vuelo de doce horas, con la suerte de tener una fila de asientos para mi solo, da para el descanso y da para la literatura.

Muchas ideas fluyen durante el vuelo, mientras me entero de decapitaciones, secuestros, corrupción, un narcotraficante transmutado en Barbi, un festejo bicentenario de la independencia que tiene un olor a resignación, incluso me entero de una Hillary Clinton diciendo que México cada vez más se parece a la Colombia de los años ochenta, y yo pensando que Hillary Clinton se parece cada vez más a la Mónica Lewinsky de los años noventa.


“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”

Un retén de esos “rutinarios” donde se aplica la ley de armas de fuego, -la duda de quien te está interrogando, si un militar de verdad, o un narcotraficante camuflado- me despierta de mi sueño... no ha pasado nada... parece que los viajeros del autobús no somos interesantes. El disgusto se pasa con mucha facilidad con le epifanía de una claridad que emerge lentamente, como una música silenciosa que convierte las sombras de los cactus y la inmensidad del horizonte en un espectáculo inmejorable. “Esto es México”.


Llego a Zacatecas, una ciudad humedecida, mientras unas luces rutilantes se desmoronan con desparpajo sobre la piedra rosada, esta mañana no hay espacio para la soledad, el centinela rocoso que resguarda la ciudad y que llamamos “El cerro de la Bufa”, aparece y desaparece tras una veleidosa bruma que horada los recuerdos: hubo un tiempo que esta altísima ciudad del desierto, se despertaba cubierta de un vaho que te ensimismaba en los pensamientos, y te obligaba a caminar cabizbajo y presuroso con el fantasma de la campana de la escuela como matinal amenaza.


“Vine a Zacatecas porque me dijeron que acá vivía mi padre un tal Pedro Páramo”, y la confusión que habita mi obstinada cabeza que confunde la vida y la literatura, se evapora como se esfuman los fantasmas, surge un nuevo día, los rayos se aposentan diametralmente opuestos a los aguijones de los cactus, de pronto prevalecen los susurros que hablan de los nuevos estatus civiles: los que han nacido, los que se han casado, etc. atrás quedan los rezos tristes que se colgaban de las túnicas confeccionadas para despedir a los muertos, ellos reposarán en forma de brisa, y al menos durante el día Zacatecas no es Comala, y seguimos conviviendo vivos y muertos.


Vengo a Zacatecas, un sitio al que –como dice Nélida Piñón- nunca hubiera ido si no fuera porque aquí he nacido, y a donde siempre vuelvo por un misterio de mi veleidoso corazón.


Vengo a Zacatecas porque muchas veces mi rompecabezas tiene las piezas tristes y caóticas, y estar aquí me hace volver a encontrar el sentido

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