viernes, 20 de octubre de 2017

CON EL "AURA" DE CARLOS FUENTES



Carlos Fuentes escribió sobre la obra de su hijo: “No era una promesa era una conclusión”, ciertamente lo escribió diez días después de que su vástago muriera, un cinco de mayo de 1999, al igual que su tío abuelo Carlos Fuentes Boettiger, muerto en mayo de 1916 a los mismos años que el hijo de Carlos y Silvia Lemus, igual que Joaquin Xirau, hijo de Ana María Icaza y Ramón, grandes amigos de Carlos padre, joven muerto a los 27 años, también un cinco de mayo, cuando México celebra el aniversario de la batalla de puebla: fatalidades entrelazadas. Nunca podremos saber si la obra de Carlos Fuentes Lemus representaba los vislumbres de un corpus artístico, o el culmen de una vida marcada por el destino de los que tienen una sentencia de muerte a cuestas: padecía hemofilia, le faltaba el factor 8, en mis arborescencias semánticas quiero encontrar un toque poético. Hay una memoria sistémica mexicana que hace que se supere el mestizaje y sus matices, recordemos que un Ochavón es un hijo de un blanco y un cuarterón, un cuarterón es hijo de un tercerón y un blanco, un tercerón es hijo de un mulato y un blanco, un mulato es el hijo de un blanco y un negro, y como en México son tan escasos los negros, allí estamos todos, acogidos a ser ochavones para darle sitio a todas las combinaciones raciales posibles, y allí estaba el factor 8, faltando en la sangre del hijo del escritor de “La región más transparente”, novela que escribió Carlos padre a los mismos años con los que moría Carlos hijo. Y en la región más transparente acudimos a ver el anverso del México Rulfiano, y pudimos adentrarnos en una reflexión sobre lo mexicano urbano, una novela donde la ciudad es la protagonista en ella se mueven un sinfín de personajes emanados de la historia de un país cuya revolución ha fracasado, y allí estamos atónitos los lectores, sostenidos en el epíteto que Humboldt dio a esa bella ciudad: “Transparente”, porque quizás la intersección de muchos personajes y el fracaso social es la metáfora más “transparente” de la historia humana en general, y porque en esa ciudad siempre hubo grandes constructores, fueran aztecas o coloniales…

Le dije con orgullo a Carlos Fuentes que había leído “Aura” porque nos la habían prohibido. El obispo de Zacatecas Javier Lozano, que a la postre sería ministro de salud en el Vaticano, envió una lista de libros prohibidos que no deberían leer los seminaristas, el cura rebelde que nos enseñaba francés nos los llevó todos, y así fue como pudimos leer que “Felipe caía sobre el cuerpo desnudo de Aura, igual que caía el cristo negro que colgaba del muro de su faldón de seda escarlata…”, no solo leímos “Aura”, también supimos de “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”, supimos de la amistad de Alejo Carpentier con el comunista Diego Rivera, nos hipnotizamos con los poemas de Neruda y su encuentro con García Lorca en Buenos Aires, encuentro que le rompería el corazón más tarde cuando Lorca fue asesinado y entonces se comprometió con el movimiento republicano y escribió “España en el corazón”, un listado con 66 libros, y seguramente el obispo no era consciente de que en el fondo nos estaba regalando una carretera de pasión por la literatura, porque Kerouac y su mítica “on the road” también estaba incluida. Demasiadas libertades para un pensador de derechas como el cardenal Lozano, quien llegó a decir que “El SIDA era un problema moral más que infeccioso” … ¡Benditas prohibiciones del “QUEQUI” !, porque debo confesar que los seminaristas dimos aquel apodo al obispo Lozano en honor a su ostensible prognatismo “¡Qué quijada!”.

Carlos Fuentes me insistió varias veces que no olvidara enviarle la dirección del cura que nos había proporcionado todos los libros prohibidos: “El chino Cárdenas, el sociólogo Cárdenas”, aquel que en su juventud estuvo participando en los movimientos obreros de Bélgica, “Es un héroe ese señor”, ¡Y lo era! Nos enseñó francés, nos hizo una inmersión invaluable en la literatura latinoamericana, porque el obispo de la quijada grande tenía especial manía con los autores latinoamericanos, le parecían grotescos y sin glamur, seguramente y a pesar de vivir en el siglo XX se seguía sintiendo un criollo, el chino Cárdenas, no solamente nos sembró la pasión literaria, también nos explicó la importancia de los movimientos de la teología de la liberación como un pulmón de aire fresco en el cristianismo latinoamericano, nos hizo sentir humanos.

Pude volar al lado de Carlos Fuentes aquella noche del 5 de mayo de 1999, porque un día antes había overbooking en el vuelo Buenos Aires - México (escala en Cancún) de Mexicana de aviación: 400 dólares de recompensa, una noche extra en un hotel de Buenos Aires y volar en clase ejecutiva al día siguiente.

Soy locuaz por naturaleza, y todavía hoy agradezco al señor Fuentes la paciencia que tuvo con ese compañero de asiento que le explicaba que lo único importante que había hecho en 1998 era volver a México de una aventura fallida y leer… “Porque, ¿Sabe usted señor Fuentes? La literatura ordena el caos”, sic… “Y lo que todavía no comprendo señor Fuentes, es ¿Cómo no ha alzado usted la voz lo suficientemente alto para respaldar o al menos ayudarnos a comprender la lucha de Marcos y los Zapatistas en el sur de México?”.  Sonrojado me dijo que no era verdad, y que llamarla “La primera guerrilla posmoderna” era un acto poético y de posicionamiento: se usaba la fuerza de las palabras y no la de las armas.

Unos días antes había hecho una cola interminable para conseguir que me firmara su libro “Los años con Laura Díaz” en la feria del libro de Buenos Aires, y ahora le tenía allí a mi lado, con un aire sereno e incluso benevolente.

El avión paraba en Cancún, para repostar combustible y para dejar a todos los argentinos ricos de la época de Menem que estaban locos con Cancún… y con Nueva York y con todo lo que estuviera accesible a la tarjeta de crédito. “Papá, he volado muchas horas en el avión de Buenos Aires al lado de Carlos Fuentes”, “¡Ah sí! Dijeron en la televisión que anticipaba su regreso porque había muerto su hijo”. La respuesta de mi padre me dejó circunspecto.

En el tramo de Cancún a ciudad de México, me hice el dormido, se me acabaron los discursos y las preguntas, se agotaron las palabras, pude ver con los ojos entrecerrados discretamente, que Carlos Fuentes me miraba, cronológicamente podría haber sido su hijo, y quiero pensar que la condescendencia hacia aquel apasionado y abrupto joven que le acompañó en el avión, correspondía al anhelo de poder intercambiar palabras con su hijo, el chico al que le faltaba el factor ocho, el ochavón, el criollo, el de la familia de europeos que quizás no se resignaron del todo a ser mexicanos (toda la familia incluido Carlos Fuentes, están enterrados en Montparnasse, en París) y allí estaba yo, el de la piel mestiza, pensando que la literatura ordena el caos, y que el silencio a veces es un altar.

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