Aquella
madrugada llovía y hacía frío en Barcelona, bajé apresuradamente la escalera
para no pensar tanto en los muchos días que mi gata Sasha estaría sola en mi
casa, si, se llama Sasha porque tiene glamour fonético, aunque siempre he
pensado que tendría que haberla llamado “Amparo”, una palabra que no tiene
glamour, pero tiene contundencia existencial. Mi veleidad emocional cambiaba
con el descenso de los peldaños, en uno me sentía entusiasta porque estaba a
unas horas de abrazar a mi amiga y conocer el Gran Cañón, en otro me sentía
culpable por el abandono a la única peluda que me quiere y quiero. Por fin en
la calle, los minutos en que esperaba al taxi fueron suficientes para ponerme
ansioso pensando en si me dejaba algo, temeroso de que se cayera el avión, preocupado
por si me ponía enfermo, agobiado de pensar en las colas y multitudes en los
aeropuertos, sudaría como siempre, y subiría de manera exponencial mi
demofobia, y es que para un hombre curioso y enterado como soy yo, no le
conviene tener tantas fobias y tantas manías.
Me subí al
taxi, un hombre que bien podría ser mi padre con un aire solemne y
discretamente afectado me dio la “bienvenida a su taxi”, me dijo con una voz
complaciente, la misma con la que los médicos me dicen –después de un ataque de
ansiedad- que no estoy enfermo, que él tenía una especial perspicacia, si
señores, utilizó la palabra perspicacia, para intuir las necesidades musicales
de sus clientes y luego guardó silencio prácticamente todo el viaje: Empezó con
“April in París” con Billie Holiday, mientras me acurrucaba en el cómodo
asiento de aquel pulcro y cálido taxi, pensé en lo paradójico que resultaba mi
momento, la atormentada Billie me estaba transmitiendo serenidad, ella, que fue
violada a los 10 años, la que se despertó con el brazo rígido de su abuela
muerta alrededor de su cuello, que incluso tuvieron que romper el brazo para
liberarla, ella la de las muchas y difíciles anécdotas estaba allí cantándome,
y yo agradecido de ser acariciado por su voz mientras el taxi se deslizaba por la
calle Aragón. Siguieron “Nowhere near” de Yo la tengo, una banda con nombre de
anécdota de béisbol, “Tango por una cabeza” en el violín de Nicola Benedetti, que
me transportó inmediatamente a los campos de concentración pues en esa semana
estaba leyendo “En el corazón de la zona gris” de Paz Moreno Feliu, y me habían
impactado profundamente los aspectos sociológicos de los campos de
concentración, especialmente “los ritos de paso”, a los prisioneros les hacían
pasar un “rito de paso” hacia la nada, hacia la deshumanización total: porque,
exceptuando a algunas personas jóvenes, ¿Qué cosa es un ser humano desnudo y desprovisto
de relaciones humanas?, prácticamente nada.
La música
continuó todo el viaje, me adormecí un poco, había dormido apenas dos horas.
Sonó “Unforgettable” en voces de Natalie y Nat King Cole, “No surprises” aquí
interrumpió su silencio el taxista para decirme que Radiohead está
sobrevalorado pero que esa canción es de oro.
Me terminó de
despertar el dramatismo de “Parlami d’amore Mariu” en la voz de Achille Togliani,
intensidad italiana para recuperar el tono. Al llegar al aeropuerto le pedí que
no parara el contador del taxímetro, que aparcara y me pusiera “Nightcall” de
Kavinsky, esa canción que puede servir para amenizar algún ritual de paso que
pudiera yo hacer en la vida y que me recuerda que mi amigo que tiene estómago
para casi todo, no lo tiene para el cine y “Drive” le pareció una película pastelosa.
Cinco minutos
extra en el paraíso.
Cinco minutos
más por favor señor taxista, que una vez que me baje de su paraíso, me esperan
colas, multitudes, un vuelo transatlántico marcado por la estrechez del asiento
y el síndrome de la clase turista, una patología más para agregar a mi
catálogo.
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