Subo en
Belmont en la línea roja del metro de Chicago. La mujer que está sentada
enfrente pesa unos 200 kilos, la gravedad se ensaña con sus excedencias, su eje
está derrotado sobre el asiento, sus carnes se bambolean al ritmo del vagón. Su
derrota es como la mía, sólo que mucho más voluminosa. De vez en cuando sonreía
al mirar su teléfono móvil, imagino que alguien le dice “gorda” mientras ella
sonríe y piensa: “Como me sigas diciendo gorda, te comeré”. 0,2 toneladas.
Hay un
hombre estirado en un asiento triple al fondo del vagón, está ajeno a todas las
derrotas del mundo, está entregado a su única victoria: saltarse la ley que
prohíbe dormir en los vagones.
Un
hombre baila con una mezcla de imbecilidad y derrota, bebe su cerveza envuelta
en la bolsa de papel, por momentos parece que impone su ritmo al movimiento
trepidante del vagón, la mayor parte de las veces su ataraxia le vence.
Un
grupo de jóvenes entran con sus pantalones derrotados a mitad de sus
calzoncillos, entran con su victoria pírrica: una música estridente, la única
imposición que pueden infringir a una sociedad que les vio nacer excluidos
desde el nacimiento.
Es un
tren metálico y fuerte, como el mensaje que este país tiene para el mundo:
tenemos acero, fuerza, velocidad y control. Sólo si entras dentro de la
fortaleza conocerás a los derrotados que contiene.
Unos
cuantos viejos y viejas decadentes ocupan el espacio reservado para ellos, en
sus caras no ha quedado espacio para la indignación, para la resignación, para
la tristeza, para nada, su facies es el nihilismo. El resentimiento, la
melancolía, la decepción siempre tienen un hueco para que algo ocurra, el
nihilismo es la prisión de un alma que hace mucho que ya no habita en esos
cuerpos que se arrastran.
Justo
al pasar por la estación Garfield suben un grupo de chicas morenas,
disfrazadas, seguramente para celebrar una despedida de soltera, la
extravagancia de tales festejos tiene la misma estética y la misma indumentaria
en cualquier parte del mundo. Mientras las observo, pienso que siempre me han
parecido tristes las fiestas temáticas, lo mismo sea una despedida de solteros,
que una fiesta vestidos todos de blanco, de hawaianos, de guerra de las
galaxias o de “el padrino”; son un esfuerzo inútil intentando arrebatarle una
experiencia a la sordidez de la vida.
Un
hombre empezó a convulsionar. Dicen los poetas de los síntomas que una
convulsión permite al cerebro conseguir (metafóricamente) todos los movimientos
contenidos, que los movimientos repetitivos tónico clónicos llevan a la persona
(metafóricamente) a los sitios que no ha podido ir, no todos geográficos,
algunos simbólicos. Mientras le veo convulsionar recuerdo que desde niño me
impactaba ver convulsionar a mi prima, cuando veo convulsionar a alguien es
como si de pronto viera cientos de muertos bailando en un solo cuerpo, un
cuerpo derrotado y en movimiento.
Para el
tren en la parada “69” en espera de la ambulancia, la mayoría bajamos, a mi
lado baja una chica con un ramo de flores, ha transcurrido todo el trayecto
junto a mí, desde la estación Belmont, discreta, vestida con los uniformes que
todos nos ponemos: HyM, Zara, etc. Para ser más concretos ella lleva una
sudadera de NorthFace, unas zapatillas converse y un paraguas de IKEA, tiene
una mirada serena, parece que, a pesar de su juventud, basa su solidez en lo
que hay dentro y no en lo que hay fuera. Las personas que tienen motivos
externos para sentirse sólidos, por ejemplo, dinero, juventud, belleza, éxito
social, etc. Son muy afortunados; sin embargo, hay unos sabios sueltos por el
mundo que están sólidos porque están a gusto en su piel, pareciera que
gestionan bien la soledad (patrimonio de todos), y sobre todo, porque saben
estar en consonancia con el silencio interno.
El gozo
del silencio interno es la antítesis de la derrota.
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