Tengo setenta años, no tengo trabajo y tampoco ilusiones, solo me gusta mi peluquera.
La
media hora que dura la liturgia es más efectiva y barata que una cita
con el psiquiatra. “¿Está bien el agua?”, pregunta ella en el inicio del
ritual, yo contesto que si, un “si” arrastrado por una leve exhalación,
y en ese momento en mi imaginación le digo del todo que SI, que la
acepto de compañera y que le seré fiel en lo próspero y en lo adverso,
en la salud y en la enfermedad... Aurora no solo tiene dedos
angelicales, tiene además la prudencia de no echarme agua en los
orificios de las orejas.
Me
gusta ir a la peluquería y experimentar esas manos que acarician mis
agrestes cabellos, cada tres tijeretazos tienen como recompensa una
caricia y una miradas convergentes en el espejo. “¿Te gusta?”, dice
ella, y yo asiento con la cabeza, mientras mis párpados caen ligeramente
con el gesto de los que han tenido bastantes sufrimientos en este
mundo, asiento con la cabeza pero quiero decir: “Me encanta”.
Antes
de entrar a la peluquería tengo mi propio ritual, no me gusta hacer
cita, me pasa lo mismo que cuando me invitan a comer, me pone muy
nervioso que me inviten y estén cocinando mientras yo espero, soy como
un niño, quiero pasar de la puerta a la mesa, lo mismo con la
peluquería, nada de citas, nada de esperar, así que voy dando vueltas
alrededor del local hasta que compruebo que Aurora se encuentre libre, Aurora, la de los dedos maravillosos, la Ochavona que no sabe en que
grado es Ibérica... tengo tiempo, mucho tiempo libre, hace años que no
trabajo.
Me
gusta el tono de su voz, nada estridente, una voz dulce que antes de
colarse en mis oídos hace respirar a los huesos de mi cara, sus palabras
nunca han sido frívolas, no cae en los estereotipos comunes, me puede
hablar de su hija que estudia medicina o bien quedarse en silencio. Aurora es de las que aguantan el silencio sin nerviosismos.
Seguramente
porque me ve viejo, conmigo deja de ser la psicóloga del barrio y abre
su intimidad de tanto en tanto, “Yo soy de palabras”, me dijo un día,
con la actitud de quien dice algo desde un atril, “Y tu más de gestos”,
como una jueza buena que dicta una sentencia. Lo cierto es que ambos
somos de silencio. Es el silencio lo que más ha imperado en nuestra
relación.
Mientras
me pregunta si utiliza la máquina del cuatro o la del cinco, extiende
los antebrazos con los brazos pegados a los costados, al mismo tiempo
mueve discretamente la cabeza a la derecha para la pregunta del cuatro, a
la izquierda para la pregunta del cinco... el leve movimiento de su
bella cabellera revela su energía sexual.
Mientras
me muestra el resultado con el espejo puesto en mi nuca, nuestras
miradas vuelven a converger, experimento una ligera congoja, nuestro
encuentro está a punto de terminar. “¿Qué te parece?”, dice ella; “Eres
la mejor”, digo yo. Una sonrisa tímida acompañada de un encogimiento de
hombros se posesionan de esta mágica mujer. Mis cabellos volverán a
crecer, tanto como mi amargura, pero estará Aurora, para decirme: “Mira
que bien has quedado”.
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