Hace unos años nos enteramos de la muerte de Daniel Martínez Mateo, de 35
años, murió diagnosticado de Esclerosis Lateral Amiotrófica, y en su momento fue una
de las noticias más vistas por encima de los asuntos del fútbol, y es
que su relato fue trágico y conmovedor. Decidió morir sedado consciente
de que no había curación posible y que el deterioro lo llevaría a la
respiración asistida y a la alimentación artificial.
No
pretendo centrar mi reflexión sobre su persona, porque creo que la
muerte es un hecho íntimo sobre el cual cualquier opinión
sonaría vulgar -por muy teñida de filosofía que estuviera-, sin embargo
me atrevo a recuperar algunas palabras suyas tomadas del vídeo que
dejó, una frase –refiriéndose a la vida- donde dice que le es difícil
soportar la vida a cada momento, que la enfermedad lo ha hecho humilde
para darse cuenta que no somos más que esa flor o la hoja que mantienen
la vida.
Mientras me enteraba de la noticia paseaba por unos bosques bellos y floridos en el pirineo francés. Estaba en sintonía con Daniel al mismo tiempo que con las flores del
bosque. Era imposible no sentirse unido a ese misterio llamado vida, esa fuerza que es capaz de
penetrar la materia y hacerse una casa con ella, para que la podamos
llamar luego: flor, niño, árbol... Es por eso que las palabras lúcidas
de Daniel en las postrimerías de su existencia calaron hondo en mi, por
el sincronismo reflexivo: unas flores nos hacían reflexionar a ambos en la
superioridad de la vida respecto del ser humano.
Todos
sabemos que nuestros días sobre la tierra no son eternos y que tenemos
una cita ineludible con la muerte, pero el hecho de que lo dictamine
un médico puede convertirse en una verdadera tragedia. Los que tienen una sentencia en forma de
diagnóstico clínico, un cáncer incurable por ejemplo, a veces tienen una
discreta ventaja por el hecho de que pueden estar presentes totalmente
para su vida que se acorta, la mayoría de las veces ya no les
queda fuerza prácticamente para nada.
Es una tragedia ver a personas ya -casi- muertas, con ganas de morir -dejar de sufrir- y sin querer morirse -con ganas de vivir-.
Vivir es un arte que se teje de manera muy sutil, poder estar vivo hasta el último día de nuestra vida, es una valentía
y en algunos casos un privilegio.
Daniel
murió sedado mientras le leían “Canto a mi mismo” de Walt Withman,
entre otros poemas elegidos por él, quiero imaginar el paso de Daniel a
esa otra cara de la vida que desconocemos -y a la cual se transita por
medio de la muerte-, con ese otro poema de Withman: LLENO DE VIDA AHORA,
y espero que al vernos sonría mientras comprueba que efectivamente “No
somos superiores a esa flor o a esas hojas donde la vida se sostiene”.
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