Carlos Fuentes escribió sobre la obra de su hijo: “No era
una promesa era una conclusión”, ciertamente lo escribió diez días después de
que su vástago muriera, un cinco de mayo de 1999, al igual que su tío abuelo
Carlos Fuentes Boettiger, muerto en mayo de 1916 a los mismos años que el hijo de Carlos
y Silvia Lemus, igual que Joaquin Xirau, hijo de Ana María Icaza y Ramón, grandes
amigos de Carlos padre, joven muerto a los 27 años, también un cinco de mayo,
cuando México celebra el aniversario de la batalla de puebla: fatalidades
entrelazadas. Nunca podremos saber si la obra de Carlos Fuentes Lemus
representaba los vislumbres de un corpus artístico, o el culmen de una vida
marcada por el destino de los que tienen una sentencia de muerte a cuestas: padecía
hemofilia, le faltaba el factor 8, en mis arborescencias semánticas quiero
encontrar un toque poético. Hay una memoria sistémica mexicana que hace que se
supere el mestizaje y sus matices, recordemos que un Ochavón es un hijo de un
blanco y un cuarterón, un cuarterón es hijo de un tercerón y un blanco, un
tercerón es hijo de un mulato y un blanco, un mulato es el hijo de un blanco y
un negro, y como en México son tan escasos los negros, allí estamos todos,
acogidos a ser ochavones para darle sitio a todas las combinaciones raciales
posibles, y allí estaba el factor 8, faltando en la sangre del hijo del
escritor de “La región más transparente”, novela que escribió Carlos padre a
los mismos años con los que moría Carlos hijo. Y en la región más transparente
acudimos a ver el anverso del México Rulfiano, y pudimos adentrarnos en una
reflexión sobre lo mexicano urbano, una novela donde la ciudad es la protagonista
en ella se mueven un sinfín de personajes emanados de la historia de un país
cuya revolución ha fracasado, y allí estamos atónitos los lectores, sostenidos
en el epíteto que Humboldt dio a esa bella ciudad: “Transparente”, porque
quizás la intersección de muchos personajes y el fracaso social es la metáfora
más “transparente” de la historia humana en general, y porque en esa ciudad
siempre hubo grandes constructores, fueran aztecas o coloniales…
Le dije con orgullo a Carlos Fuentes que había leído “Aura” porque
nos la habían prohibido. El obispo de Zacatecas Javier Lozano, que a la postre
sería ministro de salud en el Vaticano, envió una lista de libros prohibidos
que no deberían leer los seminaristas, el cura rebelde que nos enseñaba francés
nos los llevó todos, y así fue como pudimos leer que “Felipe caía sobre el
cuerpo desnudo de Aura, igual que caía el cristo negro que colgaba del muro de
su faldón de seda escarlata…”, no solo leímos “Aura”, también supimos de “La
increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”,
supimos de la amistad de Alejo Carpentier con el comunista Diego Rivera, nos
hipnotizamos con los poemas de Neruda y su encuentro con García Lorca en Buenos
Aires, encuentro que le rompería el corazón más tarde cuando Lorca fue
asesinado y entonces se comprometió con el movimiento republicano y escribió
“España en el corazón”, un listado con 66 libros, y seguramente el obispo no
era consciente de que en el fondo nos estaba regalando una carretera de pasión
por la literatura, porque Kerouac y su mítica “on the road” también estaba
incluida. Demasiadas libertades para un pensador de derechas como el cardenal
Lozano, quien llegó a decir que “El SIDA era un problema moral más que infeccioso”
… ¡Benditas prohibiciones del “QUEQUI” !, porque debo confesar que los
seminaristas dimos aquel apodo al obispo Lozano en honor a su ostensible
prognatismo “¡Qué quijada!”.
Carlos Fuentes me insistió varias veces que no olvidara
enviarle la dirección del cura que nos había proporcionado todos los libros
prohibidos: “El chino Cárdenas, el sociólogo Cárdenas”, aquel que en su juventud
estuvo participando en los movimientos obreros de Bélgica, “Es un héroe ese
señor”, ¡Y lo era! Nos enseñó francés, nos hizo una inmersión invaluable en la
literatura latinoamericana, porque el obispo de la quijada grande tenía
especial manía con los autores latinoamericanos, le parecían grotescos y sin
glamur, seguramente y a pesar de vivir en el siglo XX se seguía sintiendo un
criollo, el chino Cárdenas, no solamente nos sembró la pasión literaria,
también nos explicó la importancia de los movimientos de la teología de la
liberación como un pulmón de aire fresco en el cristianismo latinoamericano,
nos hizo sentir humanos.
Pude volar al lado de Carlos Fuentes aquella noche del 5 de
mayo de 1999, porque un día antes había overbooking en el vuelo Buenos Aires - México
(escala en Cancún) de Mexicana de aviación: 400 dólares de recompensa, una
noche extra en un hotel de Buenos Aires y volar en clase ejecutiva al día
siguiente.
Soy locuaz por naturaleza, y todavía hoy agradezco al señor
Fuentes la paciencia que tuvo con ese compañero de asiento que le explicaba que
lo único importante que había hecho en 1998 era volver a México de una aventura
fallida y leer… “Porque, ¿Sabe usted señor Fuentes? La literatura ordena el caos”,
sic… “Y lo que todavía no comprendo señor Fuentes, es ¿Cómo no ha alzado usted
la voz lo suficientemente alto para respaldar o al menos ayudarnos a comprender
la lucha de Marcos y los Zapatistas en el sur de México?”. Sonrojado me dijo que no era verdad, y que
llamarla “La primera guerrilla posmoderna” era un acto poético y de
posicionamiento: se usaba la fuerza de las palabras y no la de las armas.
Unos días antes había hecho una cola interminable para
conseguir que me firmara su libro “Los años con Laura Díaz” en la feria del
libro de Buenos Aires, y ahora le tenía allí a mi lado, con un aire sereno e
incluso benevolente.
El avión paraba en Cancún, para repostar combustible y para
dejar a todos los argentinos ricos de la época de Menem que estaban locos con
Cancún… y con Nueva York y con todo lo que estuviera accesible a la tarjeta de
crédito. “Papá, he volado muchas horas en el avión de Buenos Aires al lado de
Carlos Fuentes”, “¡Ah sí! Dijeron en la televisión que anticipaba su regreso
porque había muerto su hijo”. La respuesta de mi padre me dejó circunspecto.
En el tramo de Cancún a ciudad de México, me hice el
dormido, se me acabaron los discursos y las preguntas, se agotaron las
palabras, pude ver con los ojos entrecerrados discretamente, que Carlos Fuentes
me miraba, cronológicamente podría haber sido su hijo, y quiero pensar que la
condescendencia hacia aquel apasionado y abrupto joven que le acompañó en el
avión, correspondía al anhelo de poder intercambiar palabras con su hijo, el
chico al que le faltaba el factor ocho, el ochavón, el criollo, el de la
familia de europeos que quizás no se resignaron del todo a ser mexicanos (toda la
familia incluido Carlos Fuentes, están enterrados en Montparnasse, en París) y
allí estaba yo, el de la piel mestiza, pensando que la literatura ordena el
caos, y que el silencio a veces es un altar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario